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Las relaciones administrativas, comerciales, diplomáticas, militares y culturales que se dieron entre la República de Venecia y el Imperio Otomano fueron constantes e intensas desde el final del Medievo hasta toda la edad moderna.
La contigüidad de las respectivas fronteras y el interés común por el desarrollo económico de dos recursos presentes en el territorio, contribuyeron a imponer la necesidad de una coexistencia entre los dos estados con reglas compartidas y aptas para preservarla.
Aunque profundamente diferentes en cuanto a organización institucional y extensión territorial, otomanos y venecianos se vieron compartiendo formas y decisiones administrativas dirigidas a potenciar un sistema económico donde los beneficios estaban unidos a los intercambios entre las distintas orillas del Mediterráneo.
El inicio de los contactos entre otomanos y venecianos tuvo lugar hacia la mitad del siglo XIV, cuando los primeros, potencia emergente, estaban empeñados en la expansión de sus propios confines y los segundos en la lucha contra la República de Génova por la supremacía comercial en Levante. Esta situación se prolongó hasta la mitad del siglo XV, cuando los otomanos, sólidamente establecidos en los Balcanes, en Anatolia y en Asia Menor, se lanzaron a la conquista de Costantinopla y del Mar Negro. Durante este período, que precede a la destrucción del Estado Bizantino y a la progresiva marginación de los genoveses, los mercaderes de la Serenísima pudieron negociar frecuentemente con los centros dependientes de la administración otomana, en virtud de la estipulación de tratados comerciales llamados amân, ‘ahdnâme o imtiyâzât.
Antes de llegar a la formalización de las Capitulaciones del siglo XVI, la legislación mercantil entre los dos Estados permaneció anclada en una fase en la cual tratados de diferente tipo obedecían a circunstancias y funcionalidades igualmente variadas, que iban desde la tipología del permiso de atracar, al privilegio comercial relacionado con el intercambio de un bien específico, hasta la reglamentación de la vida de una, más o menos numerosa, colonia mercantil extranjera en tierra otomana.
Cuando en 1453, Mehmed II estableció la capital en Constantinopla, apropiándose de la tradición imperial bizantina y poniéndose como su único auténtico garante y continuador, las autoridades venecianas residentes en la ciudad, alrededor de las cuales se concentraba una numerosa población de mercaderes, pudieron aprovechar de la larga experiencia en colaboración económica mantenida con los sultanes, asumiendo un papel hegemónico en el sistema de intercambios con Europa.
Sin embargo, Mehmed II, también debido a las guerras que al final del siglo XV enfrentaron al Imperio con la Señoría nombre dado al gobierno de Venecia, no titubeó en animar a la competencia genovesa, a la que le fue concedido, ya en 1453, un acuerdo comercial particularmente favorable. Los venecianos debieron esperar al año siguiente para disfrutar de los mismos privilegios .
Esta estrategia de favorecimiento político de la competencia fue una constante por parte otomana en los siglos sucesivos.
Antes de la guerra de Chipre, le fueron concedidas a Francia capitulaciones parecidas, y tras este mismo conflicto, cuando la potencia veneciana parecía destinada a una progresiva e inexorable disminución, también a Inglaterra y a Holanda. En otras palabras, los otomanos fueron siempre favorables a promover un equilibrio de poder entre las naciones comerciantes en sus territorios, tratando de contener con medios políticos o con la legislación arancelaria, el predominio absoluto de una nación sobre las otras.
La tradición historiográfica propone subdividir las relaciones entre el Imperio y la Signoria veneciana en tres fases.
La primera, desde los orígenes hasta la guerra de Negroponte (1479), vencida por los otomanos, coincide con la voluntad, por parte de los venecianos, de evitar el choque directo con la potente armada del sultán, a pesar de no abandonar una estrategia activa para la protección de sus propios territorios; la segunda fase, hasta la explosión de la guerra de Candia, ve emerger un papel cauto y preferiblemente neutral de la República en los enfrentamientos que opusieron España a Suleiman el Magnífico y su sucesor . En esta segunda fase, la capacidad diplomática del patriciado se afinó hasta el punto de consentir explotar de la mejor forma la potencialidad jurídica enraizada en un período de paz prolongado.
En el explosivo escenario del siglo XVI, en Levante como en Europa, Venecia se convierte en un auténtico garante del equilibrio entre las potencias. La continuidad de la paz con la Porta (los venecianos denominaban así al gobierno central de Estambul) dependía en gran parte de la eventual intención de los otomanos a ponerla fin, es decir, del retorno a una estrategia de expansión territorial en el Mediterráneo, que llegó en 1570 con la explosión del conflicto chipriota.
Al contrario, en el curso de la tercera fase y gracias también al debilitamiento de la potencia marítima otomana, los venecianos retomaron una estrategia agresiva, enrolándose durante veinte años en un conflicto para la defensa de la isla de Candia y empeñándose, con fortuna alterna, en las últimas guerras del siglo XVIII, en Morea y en el Norte de África.
Volviendo a una perspectiva más estrechamente comercial, la presencia de mercaderes venecianos en los emporios orientales conoció una excepcional continuidad, que fue capaz de superar incluso los conflictos más largos, durante los cuales se imponía a los súbditos de la Serenissima (antiguo nombre del gobierno de Venecia) fuertes limitaciones además de la interrupción formal del tráfico con la madre patria y, a veces, a la confiscación de bienes y mercancías.
Al considerar el comercio veneciano en Oriente, es necesario tener presente las fluctuaciones y la evolución de la producción industrial en la madre patria. Hasta el siglo XVI, el puerto lagunar gozó de un prestigio indiscutible en la fabricación de productos particularmente apreciados en la corte otomana y por las clases acomodadas de provincias: prendas de lana o seda, bordadas o no, objetos de vidrio espejos, tesoros de orfebrería y metales procedentes de Alemania afluían a las costas otomanas.
Sin embargo, el sistema de intercambios estaba muy diversificado , implicando también el comercio de trigo, sal y otros géneros de primera necesidad.
A veces, cuando los lugares de producción de estos géneros se encontraban dentro de los confines otomanos, eran los mismos mercaderes venecianos los que se ofrecían como administradores del sultán estipulando contratos de concesión para la gestión de salinas, campos cultivables e incluso aduanas.
Este fenómeno se dio sobretodo en la costa oriental del Adriático, que como reconocimiento formal de la hegemonía marítima de la República se citaba en los mismos documentos otomanos con el nombre de Boğaz-i Venedik (Golfo de Venecia).
Aún cuando los intereses del patriciado se fijaron casi en exclusiva en la renta de terrenos (a partir del final del siglo XVI), abandonando el comercio activo, el gobierno republicano supo proteger y animar la vocación marítima de la ciudad lagunar, consintiendo el surgir de nuevas clases empresariales que organizadas en casas mercantiles diseminadas en los principales puertos del Mediterráneo, garantizaron hasta el siglo XVIII la continuidad del tráfico interno con Venecia, aunque en condiciones bien lejanas de la pasada época de hegemonía. Los cónsules venecianos residentes en Alepo, Alejandría, Larnaca, Salónica, Durazzo y el mismo Bailo (representante diplomático) en Constantinopla recibieron la triste noticia del tratado de Campoformio (1797) en un momento no precisamente estéril para el sistema de intercambios.
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